¿Qué estruendo y qué ruido viene a golpear mi oído? Dormía, de repente el trueno me despierta. A sus golpes redoblados, veo estremecerse mis Aguas, Y temblar mi Palacio, resonar los Ecos. ¿Qué Mortal o qué Dios viene aquí, en su furia, A turbar la dulce paz de mi feliz Orilla, Donde bajo mis sabias Leyes, mis queridos habitantes Vivían los días más hermosos, sin penas ni preocupaciones? Queridos objetos de mis cuidados, veían la abundancia Anticipar sus necesidades, siempre en la opulencia, De bienes verdaderos y reales gustaban las dulzuras; Los falsos, los superfluos no tocaban sus corazones. Ignoraban los nombres de discordia, de guerra, Y de los otros flagelos que asolan la Tierra. En el seno de mis Aguas encontraban los Peces, La Caza en los Bosques, los Juncos para sus Casas, Para calmar su sed, mi Agua la más pura, Y para descansar, la más bella vegetación. Sus flechas y sus arcos son dones de mis manos. A mí solo debían su felicidad y sus bienes. Vivían satisfechos bajo mi feliz Imperio. ¡Pero un audaz Mortal! Veamos qué lo inspira: Encantadora Scaesaris, parte, vuela hacia esos lugares De donde escucho este gran ruido y este espantoso estruendo. Allí, con ojo atento, disfrazada de hombre, Captura todo con cuidado, consumado el asunto, Ven a instruirme de todo, deseo saber Si algún temerario atenta contra mi poder. Dicho esto, Scaesaris, como un rayo, surcó las Aguas, Sacudiendo su cabello, vio la luz del Mundo. Bajo la apariencia de un mortal, se dirige al Campamento, Y reconoce al Héroe por su aire triunfante. Escucha sus discursos y ve todo el Ejército, Emulado uno por otro, animado para el Combate. El éxito lo corona, se ven en las Murallas De los Enemigos vencidos, ondear sus Estandartes. Satisfecha, parte y se sumerge en las Aguas, Y va a ver al Dios en su gruta profunda. En su trono de Bronce, pensativo lo esperaba, Su cabeza sobre su mano descansaba tristemente. Las penas devoradoras se apoderan de su alma, No ve, no oye más que fuego y llamas. En vano a su alrededor los Tritones apresurados Intentan devolverle sus extraviados sentidos. Nada lo conmueve, su Alma está aturdida, Así se ve a un mortal a punto de perder la vida. La bella Mensajera regresa de los combates, Él la ve y le dice: "Ven, vuela entre mis brazos. Mi querida Scaesaris, ¡oh mi Ninfa amada! Te veo, ¡qué placer! Satisface mi deseo. Enséñame, ¿qué desgracia amenaza nuestras Tierras? ¿Qué medios tenemos para detener sus disputas? Sabes lo que puedo, mi supremo poder." La Ninfa responde con un aire lleno de decencia: "Dios del Misisipi, terrible en tu cólera, ¿Qué poder osaría oponerse a tus golpes? Desde el Norte hasta el Sur extiendes tu imperio, Cada pueblo aspira con ansias a tus favores. A tu orden se ven tus dos orillas derrumbarse, Hombres, bestias y bosques, rodar al abismo. Cuando, sometido a tu voz, tu río se enfurece, Y tus aguas acumuladas precipitan su curso, Los habitantes de nuestros bosques, aterrados por el peligro, Aunque rápidos y ligeros, no pueden evitarlo. Tus aguas, en su furia, socavan hasta las colinas, ¡Sus tristes habitantes perecen bajo sus ruinas! Pero, Dios, por esta vez, deja de alarmarte, Mi relato no tendrá nada que pueda inflamarte. Vi a ese Héroe que causa tus alarmas. Parecía un Dios, revestido de sus armas. Su magnífico penacho ondeaba al capricho del viento, Y sus cabellos sueltos le servían de adorno. Un porte noble y altivo anunciaba su coraje, La heroica virtud brillaba en su rostro. De una mano sostenía su Espada deslumbrante, De la otra refrenaba su Corcel impetuoso. Marchaba el primero, y su brillante Cortejo, Lleno de noble ardor y orgulloso del privilegio De correr con él el riesgo de los combates, Deseaban los peligros para señalar sus brazos. Los valientes Infantes lo seguían en columna, Todos hirviendo del fuego de Marte y Bellona, Marchaban en buen orden, con pasos firmes y audaces, Despreciando los peligros, volaban contra los Enemigos. Tras ellos se veían, marchar sin artificio, De nuestros fieros Habitantes, la Intrépida Milicia, Y sus hábiles manos, que surcaban los campos, Con el mismo ardor, elevaban Bastiones, Y cavaban Fosos, Parapetos y Trincheras, Máquinas y montajes, inventados para la lucha. Para el arte de conquistar parecían haber nacido. Sus valientes Enemigos estaban aterrorizados, Hasta en sus Murallas sentían su coraje. Nada los protegía de los efectos de su furia. El avance terminaba con los Hombres de Color, Vivos, ardientes por dar pruebas de su valor. El intrépido Gálvez por todas partes los animaba, Sus discursos, su presencia los incitaban al valor. Mientras tanto, todo se prepara, y el Inglés primero Desde sus bocas de bronce lanza el hierro mortal. Sus golpes precipitados, al estilo del trueno, Golpean, derriban y reducen todo a polvo. En vano encienden de nuevo sus fuegos centelleantes, Nada puede hacer temblar a los valientes Asediantes. A pesar de los mortales proyectiles que amenazan su vida, Lo organizan todo bien, levantan su Batería. Los Cañones están listos, el impaciente General Enciende el primero y da la señal. Se le sigue al instante, y sus truenos de guerra, Directo al Fuerte Enemigo, descargan su Rayo. Este es atravesado, responde a sus fuegos, Y la lucha se anima y se vuelve furiosa. El Inglés, combatiendo, redobla su coraje, Siempre con furia, vuelve a la carga. Resiste mucho tiempo a sus poderosos esfuerzos; Pero finalmente tambalea bajo sus golpes más fuertes. Sus balas fulminantes derriban sus terrazas, La devastación y la muerte marcan por doquier sus huellas. Fatigado de combatir, y siempre sin éxito, Ya no se ilusiona con detener su progreso. Izan la Bandera Blanca para marcar su derrota. El Campamento la ve y dice: "¡La conquista está hecha!" La Victoria, en este día, arranca a los Británicos Los Laureles siempre verdes con los que adorna nuestras frentes. Gálvez, victorioso, reúne a su Ejército, Encantado con los sentimientos que lo animan. Les dirige este discurso, emotivo y digno de él, Que habrá de grabar su querido nombre en los corazones. (...) Fin.
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